En abril de 1948, un agricultor de un pueblo rural en Georgia, Estados Unidos, levantó
la mirada y divisó un tornado que se abalanzaba sobre su propiedad. Mientras corría
a refugiarse, su esposa escondió a sus tres hijas debajo de la mesa del comedor y esperó
aterrorizada.
Cuando el devastador ciclón llegó a la casa, las niñas observaron cómo su madre clamaba a gritos a Dios para que las protegiera. Momentos más tarde, el ruido ensordecedor
de los vientos, similar al de un tren, se desvaneció en la distancia, y la familia salió a ver la secuela de la tormenta.
Los rodeaba la destrucción. Su granero, a pocos metros de distancia, había sufrido daños terribles. Había cables de alta tensión por el suelo. Los robles gigantes frente a la casa habían sido desarraigados y derribados; la iglesia al otro lado de la calle había sido arrancada de sus cimientos. Sin embargo, su hogar y toda la familia estaban completamente intactos.
El agricultor y su esposa eran nuestros abuelos. Y su hija de seis años, que quedó profundamente impactada por esta experiencia, creció y se transformó en nuestra madre. Sus 3 hijos y 19 nietos no estarían hoy aquí si Dios no hubiera protegido a su familia durante esa tormenta.
La oración tiene poder. Nos criamos en un hogar donde se oraba, asistimos a iglesias donde se oraba y, con el correr de los años, vimos respuestas de Dios a un sinnúmero de oraciones.
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