La sociedad del reino de Judá estaba enferma
espiritualmente y sólo un reducido resto parecía darse cuenta de ello. El
juicio de Dios vendría antes o después y se llevaría todo por delante. Sin
embargo, Isaías no era un catastrofista.
El segundo capítulo de su libro constituye un
anuncio de juicio vinculado a la esperanza de un futuro mejor. Habrá un día en
que los pueblos convertirán las espadas en rejas de arado y las lanzas en hoces
(2: 4) -un texto que figura a la entrada de la ONU, pero que los primeros
cristianos consideraron cumplido en ellos- pero antes Dios ajustará las cuentas
a los que cayeron en prácticas como la adivinación (2: 6), el culto al dinero o
a la fuerza (2: 7) y el culto a las imágenes (2: 8). Todas esas prácticas son
espiritualmente aberrantes y serán objeto del juicio de Dios.
En ese momento, la soberbia de los seres
humanos será abatida y las imágenes a las que han rendido culto serán retiradas
por Dios y la gente deseará esconderse en cavernas para librarse del juicio
divino (2: 16-21).
La crisis nacional será terrible (c. 3) hasta
tal punto que no habrá hombres suficientes para las mujeres y que éstas estarán
dispuestas a cuidar a los que queden sólo para no estar solas (3: 1), un
fenómeno trágico que, por ejemplo, sufrió la Unión soviética tras la Gran
guerra patria. A esa situación estaba llegando Israel por la sencilla razón de
que era como una viña -un símil que volvió a utilizar Jesús ocho siglos
después- que, a pesar de los enormes cuidados de su dueño, no había respondido
dando el fruto que cabía esperar (5: 1-7).
El camino para llegar a tan lamentable
situación lo revela Isaías con una sucesión de ayes. La acumulación
inmobiliaria (5: 8-9), el alcoholismo (5: 11 ss), la injusticia (5: 18 ss), la
mentira y la desinformación (5: 20); la soberbia que no escucha (5: 21); el
soborno (5: 22-23)… todas esas conductas habían llevado a Judá a la situación
deplorable en que se encontraba. Podría pensarse sin mucho esfuerzo que repetir
un mensaje como ése vez tras vez -convertíos o lo que acabara sobreviniendo
será un terrible juicio de Dios- tiene un efecto de enorme desgaste sobre
cualquiera. Isaías podía ser un hombre fuerte -todo lleva a esa conclusión-
pero no era una piedra y en determinadas situaciones debió pensar que su misión
era demasiado áspera e ingrata.
En esa situación se entiende el capítulo 6. En
el año en que murió el rey Uzías, Isaías tuvo una visión de Dios mientras
visitaba el templo. Lo primero que sintió Isaías -y es lógico- fue la sensación
de su insignificancia pecaminosa (6: 5). Una de las maneras obvias en que puede
distinguirse si una visión sobrenatural es cierta o no es precisamente esa
sensación. Cuando, lejos de apreciar su verdadera naturaleza, alguien afirma
que Dios se le ha revelado y no siente el enorme contraste entre él y Dios
-como, por ejemplo, le pasó a Pedro (Lucas 5: 8)- es que ha sido víctima de un
engaño propio o ajeno.
Por el contrario, la experiencia de Isaías
señalaba lo absurdo que era pensar que uno puede tener méritos ante Dios y que
la salvación no es puro regalo (6: 6-7). Además impulsaba a proclamar el
mensaje por muy duro que fuera, tanto que podría incluso implicar el
endurecimiento general de la nación (6: 8-13).
Precisamente llegados a este
punto Isaías introduce una porción de su libro que se conoce convencionalmente
como el libro de Enmanuel -o Inmanuel- y que ha hecho correr ríos de tinta.
Esta parte tiene además un contexto histórico claro, la alianza de Israel y
Siria para atacar a Judá. La situación era ciertamente angustiosa y fue
entonces cuando Isaías recibió la orden de, acompañado de su hijo Sear Yasub
(Un resto volverá), dirigirse al encuentro del rey Acaz.
Debía comunicarle un mensaje de esperanza e
incluso ofrecerle la posibilidad de pedir una prueba al mismo Dios (7: 10-11).
Las pruebas de Dios me recuerdan ocasionalmente al juego de las siete y media.
Algunos se pasan ridículamente pidiendo a Dios pruebas incluso para cruzar la
calle mientras que otros carecen de la fe elemental como para hacerlo alguna
vez. Fue el caso de Acaz. En ese momento preciso, Isaías pronunció un oráculo
especialmente extraño. Extraño porque apuntaba a un cumplimiento futuro
indefinido. De hecho, lo único que se sabe es que para cuando el niño fuera
destetado, ya no existiría la amenaza que tanto angustiaba al rey. En otras
palabras, los problemas de hoy, por terribles que parezcan, pasarán y
cualquiera se percatará de que su importancia es relativa.
Extraño porque el niño que nacería llevaría un
nombre peculiar: Inmanuel, es decir, Dios con nosotros. Extraño finalmente
porque su nacimiento… su nacimiento haría correr ríos de tinta en cuanto a la
condición de su madre. Durante siglos, judíos y cristianos se han enzarzado
acerca de la palabra que, en las traducciones cristianas, se vierte como virgen
y, en las judías, como muchacha o joven. En realidad, la palabra significa
“doncella”, un término que no es el estrictamente específico para una joven
virgen, pero que, en aquella época como en muchas de la Historia de España o de
otras naciones, presupone a alguien que no ha tenido nunca relaciones sexuales.
De manera bien significativa, la traducción de
los LXX y el evangelista Mateo fueron así de exactos aunque sus traductores no
lo hayan sido tanto. Ni los LXX ni Mateo utilizaron la palabra “parzenios” -la
específica para virgen- sino “parzenos”, el término que se utilizaba para una
doncella, aunque ésta, dadas las costumbres de la época, fuera presumiblemente
virgen.
De manera nada sorprendente, el pasaje fue
vinculado por algunos rabinos con el mesías y tiene lógica porque ¿qué tendría
de particular que una mujer como otra cualquiera se quedara embarazada? Pero la
visión del futuro no llevó a Isaías a perder de vista la realidad del día.
Isaías se refiere a la amenaza asiria -una amenaza tras la que estaba la acción
del mismo Dios (7: 18-24)- pero vuelve otra vez a proyectarse más allá del
presente. Habría un día en que el pueblo de Judá sumido en las tinieblas sería
alumbrado por una luz resplandeciente (9: 1-2). La razón -¡una vez más!- sería
extraña. Nacería un niño, sería dado un hijo y su nombre sería Admirable -un
nombre típico de Dios- Consejero, Dios fuerte (El-Guibor), Padre eterno y
Príncipe de Paz (9: 5).
No deja de ser curioso el pasaje, sobre todo,
porque el título de El-Guibor lo usa para referirse al propio YHVH el mismo
Isaías (10: 21). En otras palabras, como en Isaías 7: 14, en este pasaje -que,
por ejemplo, el Targum consideró que se refería al mesías- el niño aparece
curiosamente nombrado como el mismo YHVH. Esa sería en realidad la esperanza de
Israel más allá del amargo presente. Ese mesías procedería de la estirpe
davídica y un día consumaría toda la Historia poniéndole fin (11: 1 ss). Sería
entonces cuando se vería que Dios es la salvación (12: 2) y la gente podría
sacar agua del pozo de la salvación (12: 3). Sería entonces cuando en medio de
Sion pasearía el Santo de Israel, es decir, el propio YHVH (12: 6). Sin duda,
se trata de anuncios que van mucho más allá de los que pronunciaron otros
profetas.
Durante siglos, el pueblo de Israel consideró
que ese “libro de Inmanuel” era un encadenamiento de referencias al mesías y
dejó huellas en diversos textos. El cambio interpretativo se produjo -y no del
todo- sólo cuando los seguidores de Jesús lo identificaron con Inmanuel y, por
lo tanto, con el mesías, Hijo de Dios y Dios con nosotros. Compréndase que
resulte difícil no ver en estos pasajes las referencias más navideñas de toda
la primera parte de la Biblia.
La realidad puede ser mala e incluso dejar ver
que será peor, pero la luz del mundo no es otra que El.Guibbor, el mesías, el
Inmanuel. El es nuestra gran y única esperanza.
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Hoy Marcos Witt