jueves, 12 de mayo de 2016

Profecía de Isaías y Enmanuel


La sociedad del reino de Judá estaba enferma espiritualmente y sólo un reducido resto parecía darse cuenta de ello. El juicio de Dios vendría antes o después y se llevaría todo por delante. Sin embargo, Isaías no era un catastrofista.

El segundo capítulo de su libro constituye un anuncio de juicio vinculado a la esperanza de un futuro mejor. Habrá un día en que los pueblos convertirán las espadas en rejas de arado y las lanzas en hoces (2: 4) -un texto que figura a la entrada de la ONU, pero que los primeros cristianos consideraron cumplido en ellos- pero antes Dios ajustará las cuentas a los que cayeron en prácticas como la adivinación (2: 6), el culto al dinero o a la fuerza (2: 7) y el culto a las imágenes (2: 8). Todas esas prácticas son espiritualmente aberrantes y serán objeto del juicio de Dios.

En ese momento, la soberbia de los seres humanos será abatida y las imágenes a las que han rendido culto serán retiradas por Dios y la gente deseará esconderse en cavernas para librarse del juicio divino (2: 16-21).

La crisis nacional será terrible (c. 3) hasta tal punto que no habrá hombres suficientes para las mujeres y que éstas estarán dispuestas a cuidar a los que queden sólo para no estar solas (3: 1), un fenómeno trágico que, por ejemplo, sufrió la Unión soviética tras la Gran guerra patria. A esa situación estaba llegando Israel por la sencilla razón de que era como una viña -un símil que volvió a utilizar Jesús ocho siglos después- que, a pesar de los enormes cuidados de su dueño, no había respondido dando el fruto que cabía esperar (5: 1-7).

El camino para llegar a tan lamentable situación lo revela Isaías con una sucesión de ayes. La acumulación inmobiliaria (5: 8-9), el alcoholismo (5: 11 ss), la injusticia (5: 18 ss), la mentira y la desinformación (5: 20); la soberbia que no escucha (5: 21); el soborno (5: 22-23)… todas esas conductas habían llevado a Judá a la situación deplorable en que se encontraba. Podría pensarse sin mucho esfuerzo que repetir un mensaje como ése vez tras vez -convertíos o lo que acabara sobreviniendo será un terrible juicio de Dios- tiene un efecto de enorme desgaste sobre cualquiera. Isaías podía ser un hombre fuerte -todo lleva a esa conclusión- pero no era una piedra y en determinadas situaciones debió pensar que su misión era demasiado áspera e ingrata.
En esa situación se entiende el capítulo 6. En el año en que murió el rey Uzías, Isaías tuvo una visión de Dios mientras visitaba el templo. Lo primero que sintió Isaías -y es lógico- fue la sensación de su insignificancia pecaminosa (6: 5). Una de las maneras obvias en que puede distinguirse si una visión sobrenatural es cierta o no es precisamente esa sensación. Cuando, lejos de apreciar su verdadera naturaleza, alguien afirma que Dios se le ha revelado y no siente el enorme contraste entre él y Dios -como, por ejemplo, le pasó a Pedro (Lucas 5: 8)- es que ha sido víctima de un engaño propio o ajeno.

Por el contrario, la experiencia de Isaías señalaba lo absurdo que era pensar que uno puede tener méritos ante Dios y que la salvación no es puro regalo (6: 6-7). Además impulsaba a proclamar el mensaje por muy duro que fuera, tanto que podría incluso implicar el endurecimiento general de la nación (6: 8-13). 




Precisamente llegados a este punto Isaías introduce una porción de su libro que se conoce convencionalmente como el libro de Enmanuel -o Inmanuel- y que ha hecho correr ríos de tinta. Esta parte tiene además un contexto histórico claro, la alianza de Israel y Siria para atacar a Judá. La situación era ciertamente angustiosa y fue entonces cuando Isaías recibió la orden de, acompañado de su hijo Sear Yasub (Un resto volverá), dirigirse al encuentro del rey Acaz.

Debía comunicarle un mensaje de esperanza e incluso ofrecerle la posibilidad de pedir una prueba al mismo Dios (7: 10-11). Las pruebas de Dios me recuerdan ocasionalmente al juego de las siete y media. Algunos se pasan ridículamente pidiendo a Dios pruebas incluso para cruzar la calle mientras que otros carecen de la fe elemental como para hacerlo alguna vez. Fue el caso de Acaz. En ese momento preciso, Isaías pronunció un oráculo especialmente extraño. Extraño porque apuntaba a un cumplimiento futuro indefinido. De hecho, lo único que se sabe es que para cuando el niño fuera destetado, ya no existiría la amenaza que tanto angustiaba al rey. En otras palabras, los problemas de hoy, por terribles que parezcan, pasarán y cualquiera se percatará de que su importancia es relativa.

Extraño porque el niño que nacería llevaría un nombre peculiar: Inmanuel, es decir, Dios con nosotros. Extraño finalmente porque su nacimiento… su nacimiento haría correr ríos de tinta en cuanto a la condición de su madre. Durante siglos, judíos y cristianos se han enzarzado acerca de la palabra que, en las traducciones cristianas, se vierte como virgen y, en las judías, como muchacha o joven. En realidad, la palabra significa “doncella”, un término que no es el estrictamente específico para una joven virgen, pero que, en aquella época como en muchas de la Historia de España o de otras naciones, presupone a alguien que no ha tenido nunca relaciones sexuales.
De manera bien significativa, la traducción de los LXX y el evangelista Mateo fueron así de exactos aunque sus traductores no lo hayan sido tanto. Ni los LXX ni Mateo utilizaron la palabra “parzenios” -la específica para virgen- sino “parzenos”, el término que se utilizaba para una doncella, aunque ésta, dadas las costumbres de la época, fuera presumiblemente virgen.

De manera nada sorprendente, el pasaje fue vinculado por algunos rabinos con el mesías y tiene lógica porque ¿qué tendría de particular que una mujer como otra cualquiera se quedara embarazada? Pero la visión del futuro no llevó a Isaías a perder de vista la realidad del día. Isaías se refiere a la amenaza asiria -una amenaza tras la que estaba la acción del mismo Dios (7: 18-24)- pero vuelve otra vez a proyectarse más allá del presente. Habría un día en que el pueblo de Judá sumido en las tinieblas sería alumbrado por una luz resplandeciente (9: 1-2). La razón -¡una vez más!- sería extraña. Nacería un niño, sería dado un hijo y su nombre sería Admirable -un nombre típico de Dios- Consejero, Dios fuerte (El-Guibor), Padre eterno y Príncipe de Paz (9: 5).

No deja de ser curioso el pasaje, sobre todo, porque el título de El-Guibor lo usa para referirse al propio YHVH el mismo Isaías (10: 21). En otras palabras, como en Isaías 7: 14, en este pasaje -que, por ejemplo, el Targum consideró que se refería al mesías- el niño aparece curiosamente nombrado como el mismo YHVH. Esa sería en realidad la esperanza de Israel más allá del amargo presente. Ese mesías procedería de la estirpe davídica y un día consumaría toda la Historia poniéndole fin (11: 1 ss). Sería entonces cuando se vería que Dios es la salvación (12: 2) y la gente podría sacar agua del pozo de la salvación (12: 3). Sería entonces cuando en medio de Sion pasearía el Santo de Israel, es decir, el propio YHVH (12: 6). Sin duda, se trata de anuncios que van mucho más allá de los que pronunciaron otros profetas.



Durante siglos, el pueblo de Israel consideró que ese “libro de Inmanuel” era un encadenamiento de referencias al mesías y dejó huellas en diversos textos. El cambio interpretativo se produjo -y no del todo- sólo cuando los seguidores de Jesús lo identificaron con Inmanuel y, por lo tanto, con el mesías, Hijo de Dios y Dios con nosotros. Compréndase que resulte difícil no ver en estos pasajes las referencias más navideñas de toda la primera parte de la Biblia.


La realidad puede ser mala e incluso dejar ver que será peor, pero la luz del mundo no es otra que El.Guibbor, el mesías, el Inmanuel. El es nuestra gran y única esperanza. 

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Hoy Marcos Witt


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